He paseado esta noche por una
ciudad muy diferente a la que conocí en los años sesenta y setenta del pasado
siglo. Todas las ciudades españolas eran entonces muy diferentes. La mía, no
sólo por su carácter universitario, estaba llena de librerías con colecciones
de amplio fondo editorial y de cafés donde los estudiantes comentaban entre sí
sus lecturas. Muchos de esos jóvenes estudiantes soñaron entonces con cambiar
este viejo país.
Y este país cambió. En realidad,
todo el mundo vivió una vertiginosa transformación. Yo siempre supuse que la
evolución del mundo era positiva, que la Humanidad
caminaba hacia adelante… Si me hubiera detenido a meditar, por ejemplo, sobre
el paso del mundo clásico a la Edad Media me habría dado cuenta de mi
equivocación.
He paseado esta noche por mi
ciudad y he ido encontrando por doquier grupos de jóvenes norteamericanos
riéndose sin saber muy bien de qué. Si fuese fin de semana (el dinero no les da
para más en este tiempo de crisis) habría también españoles en los bares, pero
todos vociferando a sus equipos futbolísticos ante las macropantallas de los
televisores. Es el signo de esta época.
En España, primero la Ley de
Reforma Universitaria, que consagró el nepotismo en los departamentos, y después
la Logse, que destrozó las enseñanzas medias, acabaron con toda inquietud
intelectual. Sin verdaderos maestros, ¿a quién seguir? Sin una valoración
objetiva del auténtico mérito, hundidas las Humanidades hasta el punto de
erradicarse en el Bachillerato casi por completo el estudio del Latín y de
convertir la Literatura poco más que en un apéndice de la Lengua, los jóvenes
se han encontrado sin espíritu crítico en un mundo que no les ofrece más
valores que los del dinero.
Ese deterioro progresivo y feroz
de la cultura, programado minuciosamente por los jerarcas del capital a fin de
crear esclavos dóciles, se inició en los años ochenta, paralelamente a la
instauración del dinero fiduciario en casi todas las economías mundiales.
Frente a las consignas del mayo francés y frente a la ideología hippy, se
instauró el modelo del yupismo. Baste revisar cualquier película de la época
para la comprensión de cuanto he señalado.
Desde luego, la nueva ideología
necesitaba también su cultura, o por lo menos un barniz decorativo que
ostentara dicho nombre. Y surgió entonces una escritura oficial, realista,
ramplona, carente de toda pretensión metafísica y que, en vez de mostrarse
crítica con el mundo presente, censuraba nuestra ya enterrada dictadura de las
anteriores décadas.
Al igual que ocurrió en la época
franquista, no faltaron ahora los escritores mimados por el régimen, esos que
apostaban por una literatura fácil y evasiva. Habían llegado los tiempos de lo
“ligh”, de la banalización cultural, del silenciamiento estalinista de toda
disidencia, de toda apuesta audaz y verdaderamente crítica.
No faltaron, desde luego, voces
que se alzaran contra tal estado de cosas ya en los años noventa. En las
hemerotecas puede indagarse (si es que ya queda en España algún investigador)
lo que fueron la Literatura de la Diferencia y el Salón de Independientes,
aquellas épicas protestas y aquella rebeldía contra un sistema y unos
pseudovalores que estupidizan al individuo. Esa banalización de la cultura ha
hecho levantar también la voz ahora, con más de dos décadas de retraso, a Mario
Vargas Llosa.
Y la pregunta que se nos plantea
es la siguiente: en un mundo que parece haber retrocedido hacia una nueva Edad
Media, en un país donde los espacios de crítica literaria de los grandes
periódicos están vendidos a los grupos editoriales más fuertes (unos grupos ya
no interesados en la cultura, sino en el mercado), ¿cuál debe ser el papel del
intelectual y, sobre todo, del escritor?
Y me lo pregunto porque no creo
que la solución esté en el hecho de refugiarse en las bibliotecas de los
monasterios, como ocurrió en el Medievo, ni en el permanecer ajeno e
indiferente a cuanto sucede viéndolo pasar “como la corriente del gran Betis”.
¡No! El intelectual crítico en nuestros días, a mi juicio, debe:
1º/
Denunciar una y otra vez (no necesariamente desde su obra de creación, que si
es digna, ya conlleva en sí misma una denuncia contra los falsos valores) las
demasías, los abusos, las atrocidades y los engaños del mundo en el que vive y
no del de épocas pasadas.
2º
Ayudar en la medida de sus posibilidades a crear un mundo más solidario.
3º
Crear su obra con arreglo a los criterios de lo bello, lo bueno y lo verdadero
y autoexigirse siempre lo mejor, sin atender al canto de las sirenas de los
apóstoles de la pseudomodernidad.
4º
Publicar las obras propias donde le resulte posible (en esas pequeñas
editoriales que hoy están desarrollando una labor tan encomiable) con la
confianza en que ya vendrán otros hombres y otros tiempos que las rescaten.
Fernando
de Villena
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